B) FUNDAMENTO TEOLÓGICO
1. La vida intratrinitaria y la experiencia cristiana
2. Contexto eclesial
2. Contexto eclesial
3. La Iglesia y el Espíritu Santo
4. La estructura carismática de la Iglesia
5. El acceso a la vida cristiana
6. Los dones del Espíritu y la iniciación cristiana
7. Fe y experiencia
B) FUNDAMENTO TEOLÓGICO
1. La vida intratrinitaria y la experiencia cristiana
El fundamento teológico de la Renovación es esencialmente trinitario. Nadie ha visto jamás al Padre (cf. Jn 1, 18), ni podrá verlo en esta vida, porque «habita en una luz inaccesible» (1 Tim 6, 16; 1 Jn 4, 12, 20). Sólo el Hijo ha visto y ha escuchado al Padre (Jn 6, 46). Él es el «Testigo» del Padre. Jesús nos dio testimonio del Padre, y el que ha visto, oído y tocado a Jesús tiene acceso al Padre (1 Jn 1, 1-3). Después de la Ascensión de Jesús al Padre ya no podemos verlo ni escucharlo personalmente. Pero nos ha enviado su Espíritu que nos recuerda todo lo que hizo y dijo y lo que sus discípulos han visto y oído (Jn 14, 26; 16, 13). No tenemos, pues, acceso al Padre por Cristo sino en el mismo Espíritu (Ef 2, 18).
El Padre se ha revelado como la «Persona-Fuente», Principio sin principio, cuando descubrió su nombre a Moisés: «Yo soy el que soy». En el Nuevo Testamento Jesús se revela como la imagen de la «Persona-Fuente» (Col 1, 15) al tomar y aplicarse a sí mismo esta palabra de revelación (Jn 8, 24-28). El Padre y Él son uno; el Padre está en el Hijo y el Hijo en el Padre (Jn 17, 21; cf. 10, 30). Jesús es la manifestación de «aquél que es» (2 Cor 4, 4; Hech 1, 3).
Cuando Jesús emplea la forma «nosotros» en un sentido exclusivo (Jn 10, 30; 14, 23; 17, 21), ese «nosotros» se refiere al Padre y a Él mismo. El Espíritu procede de ese «nosotros» y es, de manera inefable, una Persona en dos personas. El Espíritu es el acto perfecto de comunión entre el Padre y el Hijo, y es igualmente por el Espíritu como esta comunión puede comunicarse ad extra. La Iglesia se define, en efecto, por su relación a esta comunión de Personas. La identificación de Jesús y de los cristianos (Hech 9, 4 s.) no es posible sino en virtud de la identidad del mismo Espíritu Santo en el Padre, en el Hijo y en los cristianos (Rom 8, 9). Cristo «nos ha dado su Espíritu que, siendo único y el mismo en la Cabeza y en los miembros da a todo el Cuerpo la vida, la unidad y el movimiento» (Lumen Gentíum, 7). Siendo el mismo Espíritu el que permanece a la vez en Cristo y en la Iglesia, la comunidad cristiana puede ser llamada «Cristo» (1 Cor 1, 13; 12, 12). Los carismas son las manifestaciones de esta inhabitación del Espíritu (1 Cor 12, 7), signos del Espíritu que habita en nosotros (1 Cor 14, 22), y se manifiesta así de forma visible y tangible; «Jesús ha derramado el Espíritu Santo...» (Hech 2, 33). Al final de los tiempos, cuando el Espíritu Santo haya reunido todo en esa comunión, Cristo «entregará el reino a Dios Padre» (1 Cor 15, 24), y la Iglesia es el inicio de este reino (Lumen Gentium, 5).
2. Cristo y el Espíritu Santo
Es lícito decir que Jesús, en su humanidad, ha recibido el Espíritu y lo ha enviado.
Jesús ha recibido el Espíritu en plenitud, y esta efusión del Espíritu es la inauguración de los tiempos mesiánicos, de la segunda creación. Concebido por el poder del Espíritu Santo, Jesús viene al mundo como Hijo de Dios y como Mesías. Y es precisamente la efusión del Espíritu en el momento de su bautismo en las aguas del Jordán, lo que le permite asumir públicamente ese papel mesiánico: «Cuando Jesús salía del agua, los cielos se abrieron y el Espíritu, en forma de paloma, descendió sobre Él» (Mc 1, 10). Este acontecimiento es decisivo en la historia de la salvación. No se trata, únicamente, de la investidura pública de Jesús como Mesías, sino de una gracia personal que le confiere poder y autoridad con vistas a su obra mesiánica (Hech 10, 38). El Espíritu del Señor se derrama sobre Él porque ha sido ungido para predicar la buena nueva a los pobres (Lc 4, 18). Comentando la palabra dirigida a Juan el Bautista: «Aquél sobre quien veas descender el Espíritu, ése es el que bautiza en el Espíritu Santo» (Jn 1, 33), la Biblia de Jerusalén nota que «esta expresión define la obra esencial del Mesías». Jesús recibe el Espíritu, o mejor el Espíritu «reposa sobre Él» (Is 11, 2; 42, 1; Jn 1, 33) de manera que Él pueda bautizar a otros en el Espíritu»(8) .
Habiéndose ofrecido Él mismo a Dios, como víctima sin mancha, por el Espíritu eterno (cf. Heb 9, 14), Jesús, el Señor glorificado y resucitado, envía el Espíritu. Manando de ese cuerpo crucificado y resucitado como de una fuente inagotable, el Espíritu se derrama sobre toda carne (Jn 7, 37-39; 19, 34; Rom 5, 5; Hech 2, 17).
Entre Jesús y el Espíritu hay reciprocidad de relación. Jesús es aquél a quien el Espíritu se ha dado «sin medida» (Jn 3, 34; Lc 4, 1), porque el Padre lo ha «ungido de Espíritu y de poder» (Hech 10, 38). Es conducido por el Espíritu y por el Espíritu el Padre lo resucita de entre los muertos (Ef 1, 18-20; Rom 8, 11; 1 Cor 6, 14; 2 Cor 13, 14). Por su parte Jesús envía el Espíritu que ha recibido, y es por el poder del Espíritu como se llega a ser cristiano: «Si alguien no tiene el Espíritu de Cristo, no le pertenece» (Rom 8, 9). La marca esencial de la iniciación cristiana es la recepción del Espíritu (Hech 19, 1-7). Por otra parte es el Espíritu el que suscita la confesión de que «Jesús es el Señor» (1 Cor 12, 3). Esta relación recíproca de Jesús y del Espíritu se orienta a la gloria del Padre: «Es gracias a Jesús como unos y otros, en un solo Espíritu, tenemos acceso al Padre» (Ef 2, 18).
No se trata de confundir las funciones específicas de Cristo y del Espíritu en la economía de la salvación. Los cristianos se incorporan a Cristo y no al Espíritu. Inversamente es por la recepción del Espíritu como se llega a ser «cristiano», miembro del Cuerpo de Cristo. El Espíritu es quien opera esta comunión que constituye la unidad del pueblo de Dios. Reúne en la unidad porque hace de la Iglesia el Cuerpo de Cristo (cf. 1 Cor 12, 3). El Espíritu realiza esta unidad entre Cristo y la Iglesia manteniendo su distinción. Por el Espíritu Cristo está presente en su Iglesia, y pertenece al Espíritu la función de conducir a los hombres a la fe en Jesucristo. El Espíritu es una persona, como el Hijo y el Padre, pero por ello no es menos el Espíritu de Cristo (Rom 8, 9; Gál 4, 6).
Es preciso no considerar esas funciones específicas de Cristo y del Espíritu como una vana especulación teológica. El que Cristo y el Espíritu, cada uno a su manera, constituyan la Iglesia, debe afectar profundamente a la misión de la Iglesia, a su liturgia, a la oración privada del cristiano, a la evangelización, y al servicio de la Iglesia frente al mundo.
3. La Iglesia y el Espíritu Santo
Puesto que la Iglesia es el sacramento de Cristo (Lumen Gentium, 1), es Jesús quien, en su relación con el Padre y con el Espíritu, determina la estructura íntima de la Iglesia. Así como Jesús fue constituido Hijo de Dios por el Espíritu Santo, por el Poder del Altísimo que cubrió a María con su sombra (Lc 1, 35), y fue investido de su misión mesiánica por el Espíritu que descendió sobre Él en el Jordán, así, de una manera análoga, la Iglesia desde su origen fue constituida por el Espíritu Santo y manifestada al mundo en Pentecostés.
Hay una tendencia en Occidente que da razón de la estructura de la Iglesia en categorías «cristológicas», y hace intervenir al Espíritu Santo para que anime y vivifique esa estructura ya previamente constituida.
Si es verdad que la Iglesia es el sacramento de Cristo, esa concepción no puede ser sino equivocada. Jesús, en efecto, no ha sido primeramente constituido Hijo de Dios y después vivificado por el Espíritu para cumplir su misión; como tampoco ha sido investido de su mesianismo y después habilitado por el Espíritu en razón de su ministerio. De manera análoga, tanto Cristo como el Espíritu Santo, los dos, constituyen la Iglesia; ésta es fruto de una doble misión: la de Cristo y la del Espíritu, y esta afirmación no contradice el hecho de que la Iglesia inaugurada en el ministerio de Jesús recibe una modalidad y una potencia nueva en Pentecostés.
Ya que la Iglesia es el sacramento de Cristo, es también participante de la unción de Cristo. La Iglesia no continúa solamente la Encarnación, sino también la unción de Cristo en su concepción y en su bautismo que se extiende a su cuerpo místico(9) . Si la acción de la Iglesia es eficaz, si su predicación y su vida sacramental logran sus frutos, es en virtud de esta participación en la unción de Cristo. La comunión eclesial es igualmente una consecuencia de ello. Por otra parte, ese mismo Espíritu que asegura la unidad entre Cristo y la Iglesia, garantiza también la distinción: «en el Espíritu», Cristo no se sumerge en su Cuerpo que es la Iglesia, sino que permanece como Cabeza de la misma.
4. La estructura carismática de la Iglesia
Como sacramento de Cristo la Iglesia nos hace partícipes de la unción de Cristo por el Espíritu. El Espíritu Santo permanece en la Iglesia como un perpetuo Pentecostés, y hace de ella el Cuerpo de Cristo, el pueblo de Dios, llenándola de su poder, renovándola sin cesar, moviéndola a proclamar el Señorío de Jesús para la gloria del Padre. Esta inhabitación del Espíritu en la Iglesia y en los corazones de los cristianos como en un templo, es un don para toda la Iglesia: «¿No sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros?» (1 Cor 3, 16; cf. 6, 19). El don primordial hecho a la Iglesia no es otro que el Espíritu Santo mismo, con Él vienen los dones gratuitos del Espíritu, es decir, los carismas.
El Espíritu Santo, dado a toda la Iglesia, se hace visible y tangible a través de los diversos ministerios, sin que se confunda con ellos. Como manifestaciones visibles del Espíritu, los carismas se ordenan al servicio de la Iglesia y del mundo antes que a la perfección de los individuos que los reciben. En cuanto tales pertenecen a la misma naturaleza de la Iglesia. Está, pues, fuera de cuestión el que un grupo o movimiento particular en el interior de la Iglesia reivindique una especie de monopolio del Espíritu o de sus carismas.
Si el Espíritu y sus carismas son inherentes a la Iglesia en su conjunto, son también constitutivos de la vida cristiana y de sus diversas expresiones, tanto comunitarias como individuales. En la comunidad cristiana no debe haber miembros pasivos, desprovistos de función, de ministerio. «Hay diversidad de dones, pero un mismo Espíritu; diversidad de ministerios, pero un mismo Señor; diversos modos de acción, pero es el mismo Dios el que produce todo en todos. Cada uno recibe el don de manifestar el Espíritu para el bien de todos» (1 Cor 12, 4-7).
En este sentido todo cristiano es un carismático, y se encuentra, por tanto, investido de un ministerio para servicio de la Iglesia y del mundo.
Los carismas tienen, con todo, importancia desigual. Los que están más directamente ordenados a la edificación de la comunidad tienen una dignidad mayor. «Ahora bien, vosotros sois el Cuerpo de Cristo, y sus miembros cada uno por su parte. Y así los puso Dios en la Iglesia, primeramente como apóstoles; en segundo lugar como profetas; en tercer lugar como maestros; luego, el poder de los milagros; luego, el don de las curaciones, de asistencia, de gobierno, diversidad de lenguas» (1 Cor 12, 27-28). La igualdad de carismas y ministerios no es propia de la vida de la Iglesia.
No hay, pues, que oponer una Iglesia institucional a una Iglesia carismática. Como decía san Ireneo : «Donde está la Iglesia, allí está el Espíritu, y donde está el Espíritu, allí está la Iglesia»(10) . Un mismo Espíritu, que se manifiesta en diversidad de funciones, asegura la cohesión entre el laicado y la jerarquía. El Espíritu y sus dones son, en efecto, constitutivos de la Iglesia en su conjunto y en cada uno de sus miembros.
5. El acceso a la vida cristiana
Al hacerse cristianos, todos los creyentes participan de las mismas verdades, de los mismos misterios. Son a la vez miembros del Cuerpo de Cristo, y del pueblo de Dios, partícipes del Espíritu e hijos del Padre. San Pablo define al cristiano por su referencia a Cristo y al Espíritu: «Si alguno no tiene el Espíritu de Cristo, no le pertenece» (Rom 8, 9). En los evangelios lo que diferencia más netamente el papel mesiánico de Jesús en relación con el ministerio de Juan Bautista, es el hecho de que Jesús debe «bautizar en el Espíritu Santo». Según los demás escritos apostólicos, se llega a ser miembro del cuerpo de Cristo cuando se recibe el Espíritu por el bautismo: «Hemos sido todos bautizados en un mismo Espíritu, para ser un solo cuerpo, judíos o griegos, esclavos o libres» (1 Cor 12, 13).
El Nuevo Testamento describe de formas diversas el acceso a la vida cristiana. Siempre se opera bajo el signo de la fe; la unción de la fe precede y acompaña la conversión (cf. 1 Jn 2, 20, 27), que consiste en «convertirse a Dios abandonando los ídolos, para servir a Dios vivo y verdadero, y esperar así a su Hijo Jesús que ha de venir de los cielos, a quien resucitó de entre los muertos...» (1 Tes 1, 9-10). En el caso de un adulto, la conversión conduce al bautismo, a la remisión de los pecados y al don de la plenitud del Espíritu. Este proceso de la fe está admirablemente resumido en la conclusión del discurso de Pedro el día de Pentecostés: «Convertíos y que cada uno de vosotros se haga bautizar en el nombre de Jesucristo, para remisión de vuestros pecados; y recibiréis el don del Espíritu Santo» (Hech 2, 38).
6. Los dones del Espíritu y la iniciación cristiana
La venida decisiva del Espíritu en virtud de la cual uno llega a ser cristiano, está unida a la celebración de la Iniciación Cristiana (bautismo, confirmación y eucaristía)(11) . La Iniciación Cristiana es el signo eficaz del don del Espíritu. Al recibir en ella el Espíritu Santo el catecúmeno se convierte en miembro del cuerpo de Cristo y se incorpora al pueblo de Dios y a la plegaria litúrgica.
Las comunidades cristianas primitivas no sólo celebraban la iniciación en este espíritu(12) , sino que esperaban una transformación en la vida de los fieles. El Espíritu Santo para ellos estaba asociado a manifestaciones de poder transformante. No concebían que fuera posible incorporarse a Cristo y recibir el Espíritu, sin que toda la vida cambiara. Igualmente las primeras comunidades cristianas consideraban normal que el poder del Espíritu se manifestara con toda la amplitud y la diversidad de sus carismas: asistencia, administración, profecía, glosolalia, etc.; pues hay que tener en cuenta que las enumeraciones del Nuevo Testamento no son exhaustivas (cf. 1 Cor 12, 28; Rom 12, 6-8)(13). Esta manifestación del Espíritu en los carismas se ponía antes en relación con la vida de la comunidad, que con la vida personal del cristiano.
Hay que reconocer que la Iglesia en la actualidad no es suficientemente consciente de que algunos carismas constituyen posibilidades concretas para la comunidad cristiana, incluso si, en principio, son reconocidos como inherentes a la estructura y a la misión de la Iglesia.
Una forma de descubrir lo específico de la Renovación Carismática sería comparar la vida de una comunidad cristiana de los primeros tiempos y la vida de una comunidad cristiana contemporánea. Los cristianos de la Iglesia primitiva no se considerarían privilegiados, en materia de carismas, en relación con sus hermanos de épocas posteriores. Substancialmente la iniciación tal y como hoy se celebra no difiere de la de los orígenes de la Iglesia. Tanto en una como en otra, el don del Espíritu se pide y se recibe por la Iglesia y se manifiesta en ciertos signos o carismas. Tan impensable es para nosotros, como lo fue para san Pablo, que se pueda recibir el Espíritu sin recibir, al mismo tiempo, algunos de sus dones.
Sin embargo no se puede olvidar que existe un clima espiritual distinto en nuestras comunidades, que las distingue de las primitivas. Esta diferencia se encuentra en la calidad de apertura y disponibilidad a los dones del Espíritu.
Supongamos, por ejemplo, que la gama plena de las manifestaciones del Espíritu en los diversos carismas vaya de la A a la Z (aun cuando esto sea una comparación inadecuada, en la medida en que parece comprometer la libertad del Espíritu Santo que puede manifestarse en toda suerte de carismas). Supongamos también que una sección de esa gama, delimitada por las letras A y P, comprenda los carismas que nosotros juzgamos hoy más «normales», tales como los dones que nos mueven a la generosidad o a la misericordia (cf. Rom 12, 8), y la otra sección, de la P a la Z, comprendiera, por hipótesis, los dones de profecía, de curación, de hablar en lenguas, de interpretación, etc. Es evidente, de acuerdo con los testimonios que poseemos, que los primeros cristianos eran consciente de que el Espíritu podía manifestarse de acuerdo con toda la gama de los diversos carismas, y particularmente los que nosotros hemos situado en la sección P-Z, correspondían para ellos a posibilidades reales, incluso a hechos experimentados.
En esto las comunidades primitivas manifiestan una diferencia en relación con nuestras parroquias y comunidades contemporáneas. Éstas no parecen ser conscientes de que ciertos carismas constituyen para la Iglesia posibilidades concretas y, por tanto, no están abiertas a estas maravillas del Espíritu. Esta falta de disponibilidad o, si se quiere, de confianza, puede afectar profundamente a la vida y a la experiencia de una comunidad cristiana, y se refleja en su forma de orar, en particular en su forma de celebrar la eucaristía, en su proclamación del Evangelio y en su compromiso al servicio del mundo. Si una comunidad impone ciertos limites a las manifestaciones del Espíritu, su vida se encontrará necesariamente empobrecida de una u otra forma.
Que la falta de apertura y disponibilidad pueda afectar a la vitalidad de una iglesia local, no debe sorprender a un católico. Esta comprobación corresponde a la doctrina relativa a las condiciones subjetivas -ex opere operantis- de la vida sacramental. La eficacia de los sacramentos se ve afectada de alguna manera por las disposiciones del que los recibe. Si, por ejemplo, un cristiano recibe la eucaristía con unas disposiciones mínimas de apertura y generosidad, no recibirá como debiera el alimento espiritual, aunque Cristo se le ofrezca en la plenitud de su presencia y de su amor. Lo mismo sucede a nivel de toda la comunidad cristiana con respecto a los sacramentos de la iniciación.
Hay, con todo, que hacer una, advertencia. Si es cierto que las disposiciones subjetivas influyen normalmente en el efecto que producen en nosotros los dones de Dios, es preciso también añadir que el Espíritu de Dios no está jamás atado por las disposiciones subjetivas de las comunidades o de los individuos. El Espíritu es soberanamente libre, sopla cuando y como quiere. Puede dar, pues, a comunidades e individuos dones para los que no están preparados. La Iglesia debe a su iniciativa todo lo que hay en ella de vital. De todas formas sigue siendo verdad que, de ordinario, la libre comunicación del Espíritu Santo se ve afectada, de alguna manera, por las disposiciones subjetivas de los que lo acogen(14) .
7. Fe y experiencia
La Renovación Carismática interpreta de manera positiva el papel de la experiencia en el testimonio del Nuevo Testamento y en la vida cristiana(15) . En las comunidades de la época neotestamentaria la acción del Espíritu Santo fue un hecho de experiencia antes de ser objeto de doctrina. De acuerdo con los textos podemos decir que esta experiencia se reflejaba, generalmente, en la conciencia personal y comunitaria. El Espíritu se percibía y experimentaba de manera más o menos inmediata: «El que os otorga, pues, el Espíritu y obra milagros entre vosotros ¿lo hace porque observáis la ley o porque tenéis fe en la predicación?» Gál 3, 5). «Doy gracias a Dios sin cesar por vosotros, a causa de la gracia de Dios que os ha sido otorgada en Cristo Jesús, pues en él habéis sido enriquecidos en todo, en toda palabra y en todo conocimiento, ...así ya no os falta ningún don...» (1 Cor 1, 4-8).
El Espíritu se experimentaba, igualmente, por la transformación moral que producía: «Debemos dar gracias en todo tiempo a Dios por vosotros, hermanos amados del Señor, porque Dios os ha escogido desde el principio para la salvación mediante la acción salvadora del Espíritu y la fe en la verdad» (2 Tes 2, 13).
«Habéis sido lavados, habéis sido santificados, habéis sido justificados en el nombre del Señor Jesucristo, y en el Espíritu de nuestro Dios» (1 Cor 6, 11). El Espíritu se experimenta en la luz interior de la que es la fuente(16) : «Nosotros no hemos recibido el espíritu del mundo, sino el Espíritu que viene de Dios, para conocer las gracias que Dios nos ha otorgado» (1 Cor 2, 12). La alegría y el fervor de la caridad se percibían, igualmente, como signos de la presencia del Espíritu: «Éste es el fruto del Espíritu: amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, templanza» (Gál 5, 22). «La esperanza no falla, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Rom 5, 5).
Finalmente el Espíritu se experimentaba en manifestaciones de poder: «...nuestro evangelio os fue predicado no sólo con palabras, sino también con poder y con el Espíritu Santo, con plena persuasión» (1 Tes 1, 5). «Y mi palabra y mi predicación no tuvieron nada de los persuasivos discursos de la sabiduría, sino que fueron una demostración del poder del Espíritu ...» (1 Cor 2, 4). Nos hemos limitado a los escritos paulinos porque es imposible recoger aquí todos los datos del Nuevo Testamento sobre la importancia de la experiencia religiosa en la vida cristiana.
La experiencia del Espíritu Santo era, a los ojos de los redactores del Nuevo Testamento, una marca distintiva de la condición cristiana. Cuando intentaban definirse en oposición a los no cristianos, los fieles primitivos se volvían a ella. Ellos mismos se comprendían menos como representantes de una nueva doctrina que como testigos de una nueva realidad: la presencia actuante del Espíritu Santo(17) . El Espíritu era para ellos objeto de experiencia, tanto personal como comunitaria, algo que no podían negar sin dejar, al mismo tiempo, de ser cristianos. Es preciso, por tanto, admitir que la categoría de experiencia inmediata de Dios en su Espíritu, es inherente al testimonio del Nuevo Testamento.
Intentemos determinar, de la manera más precisa posible, lo que significa esta experiencia en el contexto en que nos movemos. No se trata, sin embargo de explorar todo el campo de la experiencia religiosa en cuanto tal(18). Precisemos solamente que no se trata de una experiencia provocada por el hombre. La experiencia religiosa, en el sentido en que nosotros la entendemos aquí, es un conocimiento concreto e inmediato de Dios que se acerca al hombre(19) . Es, por ello, el resultado de un acto de Dios, comprendido por el hombre en su interioridad personal, en oposición al conocimiento abstracto que puede tenerse de Dios y de sus atributos.
No es necesario por ello oponer inteligencia y experiencia, porque esta última puede incluir un proceso reflexivo; ni experiencia y fe, pues ésta incluye siempre alguna referencia a lo experimentado.
Apliquemos lo anterior a lo que se llama, en el seno de la Renovación, «efusión del Espíritu» o, en ciertos grupos, «bautismo en el Espíritu». Según el testimonio de los que han vivido esta experiencia, cuando el Espíritu, recibido en la iniciación bautismal, se manifiesta a la conciencia del creyente, éste experimenta a menudo un sentimiento de presencia concreta. Este sentimiento de presencia corresponde a la percepción viva y personal de Jesús como Señor. En la mayor parte de los casos, este sentimiento de presencia está acompañado de la experiencia de un poder espontáneamente identificado como la fuerza del Espíritu Santo. Apropiación justificada si uno se remonta a la Escritura: «Recibiréis la fuerza (dynamis) del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros» (Hech 1, 8). «...A Jesús de Nazaret le ungió Dios con el Espíritu Santo y con poder» (Hech 10, 38). «El Dios de la esperanza os colme de todo gozo y paz en vuestra fe, hasta rebosar de esperanza por la fuerza del Espíritu Santo» (Rom 15, 13; cf. 1 Cor 2, 4; 1 Tes 1, 5).
Esta fuerza se siente en relación directa con la misión y se manifiesta como una fe animosa, vivificada por una caridad que capacita para emprender y realizar grandes cosas por el Reino de Dios.
Otro reflejo característico de esta percepción, de poder y presencia, es la intensificación de la vida de oración, con un atractivo especial por la oración de alabanza, lo cual es para muchos un acontecimiento nuevo en su vida espiritual.
Esta experiencia de renovación se siente a veces como una especie de resurrección y se expresa gustosamente en términos de alegría y entusiasmo. Esto no debe hacer olvidar que, según san Pablo, la experiencia del Espíritu puede también situarse del lado de la debilidad y de la humillación (cf. 1 Cor 1, 24-30), en la sobriedad y la fidelidad de los ministerios «normales» (cf. 1 Cor 12, 28). Lleva también a la experiencia de la cruz (cf. 2 Cor 4, 10) y debe realizarse en una conversión (metanoia) continua y en la aceptación del sufrimiento redentor.
En resumen, esta experiencia es la de la inmediación personal del amor divino y de la fuerza del testimonio misionero.
Los que no conocen la Renovación sino externamente, confunden a menudo la expresión de una experiencia profundamente personal con una especie de sentimentalismo superficial. Conviene también insistir en que la experiencia de la fe concierne a todo el hombre: a su inteligencia, a su voluntad, a su corporeidad, a su afectividad. Ha existido la tendencia, en algunos medios, a situar el encuentro con Dios solamente al nivel de una fe entendida en un sentido más o menos intelectualista. En realidad este encuentro incluye también la parte emocional del hombre, porque se dirige a cristianizar a la persona entera, y se extiende hasta la afectividad más sensible.
Tal y como lo entendemos aquí, el término de experiencia religiosa puede verificarse en dos hipótesis: la de una experiencia decisiva, que sucede en un momento determinado y es susceptible de datarse con precisión; o la de una experiencia creciente, donde la presencia del Espíritu recibido en el bautismo, se manifiesta progresivamente a la conciencia del creyente.
El primer tipo de experiencia puede ser menos familiar a los católicos, aunque no sea ajeno a su tradición (piénsese, por ejemplo, en el «primer tiempo» de elección mencionado por san Ignacio en los Ejercicios Espirituales). También es cierto que este tipo de experiencia se presta a las ilusiones, aunque pueda ser vía auténtica de encuentro con Dios.
El segundo tipo de experiencia el de un crecimiento progresivo hacia la unión con Dios corresponde mejor al temperamento espiritual de numerosos católicos. Es preciso subrayar que constituye igualmente una experiencia perfectamente válida de maduración espiritual, no sin que deba ser también juzgada, como la anterior, por las reglas de un sano discernimiento.
Muchos desconfían de la experiencia religiosa, y esta desconfianza influye sobre el juicio que se forman en relación con la Renovación Carismática. Su reacción puede basarse, hay que reconocerlo, en una tradición espiritual que incluye muchas advertencias contra los riesgos de ilusión en materia de gracias extraordinarias(20).
Es preciso, sin embargo, notar que la Renovación Carismática no se sitúa exactamente en el mismo registro de experiencia espiritual que las gracias místicas, en el sentido tradicional del término. Los carismas son ministerios orientados hacia la Iglesia y hacia el mundo, antes que hacia la perfección de los individuos. Estos ministerios comprenden los mencionados por el apóstol: profecía, enseñanza, predicación, evangelización, etc. etc.
El carisma de la glosolalia(21) es el menor de los dones porque es el que menos contribuye a la edificación de la comunidad: «El que habla en lenguas, se edifica a sí mismo», declara san Pablo (1 Cor 14, 4). Su eficacia es más de orden personal que comunitario. Éste no es el caso de los demás carismas mencionados por san Pablo: «A cada cual se le otorga la manifestación del Espíritu para provecho común. Porque a uno se le da por el Espíritu palabra de sabiduría; a otro, palabra de ciencia según el mismo Espíritu; a otro, fe, en el mismo Espíritu; a otro, carisma de curaciones, en el mismo Espíritu; a otro, poder de milagros; a otro, profecía; a otro, discernimiento de espíritus; a otro, diversidad de lenguas; a otro, don de interpretarlas. Pero todas estas cosas las obra un mismo y único Espíritu, distribuyéndolas a cada uno en particular según su voluntad» (1 Cor 12, 7-11). «Él mismo dio a unos el ser apóstoles; a otros, profetas; a otros, evangelizadores; a otros, pastores y maestros, para el recto ordenamiento de los santos en orden a las funciones del ministerio, para edificación del Cuerpo de Cristo» (Ef 4, 11-12; cf. Rom 12, 6-8).
Se puede comprobar: no se trata de gracias de oración ni de dones específicamente ordenados a la perfección personal, sino de ministerios. Esto no significa que los carismas estén desprovistos de elementos místicos. Incluyen una dimensión experimental y, normalmente, una llamada a vivir una vida cristiana más auténtica. Al abrir el alma y el corazón a una percepción más inmediata de la presencia de Jesús y del poder del Espíritu, se convierten en fuente de renovación de la vida de oración.
Los carismas son, pues, esencialmente gracias ministeriales. En la medida en que son objeto de experiencia y están unidos con gracias místicas, están sujetos a las reglas tradicionales de discernimiento de los espíritus. Dado que constituyen ministerios, están sujetos a las normas doctrinales y comunitarias que regulan el ejercicio de todo ministerio en la Iglesia, es decir: la confesión de Jesús como Señor, la distinción y la jerarquía de los ministerios, su importancia relativa en cuanto a la edificación de la comunidad, su interdependencia, su sujeción a la autoridad legítima y al buen orden de la comunidad en su conjunto (cf. 1 Cor 12, 14).
Algunos tienen una cierta prevención respecto a los carismas, a los que consideran menos «normales» a causa de las ilusiones a las cuales pueden dar lugar. Es cierto que siempre es bueno tener una cierta circunspección en materia de experiencia religiosa. Pero un escepticismo sistemático en este dominio corre el riesgo de empobrecer a la Iglesia en este aspecto experiencial de su vida en el Espíritu, e incluso de desacreditar toda vida mística. No se puede admitir, pues, que con el pretexto de la prudencia, se excluya lo que forma parte integrante del testimonio de la Iglesia.
Debido a la particular atención que concede la Renovación a la experiencia carismática, algunos pueden tener la impresión de que se tiende a reducir a experiencia toda la vida cristiana. Es evidente, sin embargo, que, en conjunto, los católicos comprometidos en la renovación, reconocen la dimensión doctrinal y la exigencia obediencial de la fe. Son conscientes de que puede ser debilitada tanto por la tiranía de la experiencia subjetiva, como por la de un dogmatismo abstracto o por un formalismo ritual. El progreso espiritual no se identifica para ellos con una sucesión de experiencias gozosas, sino que hay lugar, en el seno de la Renovación, para un caminar lleno de obscuridades y tanteos, tanto como para rutas de alegría e iluminación. La experiencia carismática conduce, por lo general, a una revalorización de los demás elementos fundamentales de la tradición cristiana: la oración litúrgica, la Sagrada Escritura, el Magisterio doctrinal y pastoral.
Debido a la particular atención que concede la Renovación a la experiencia carismática, algunos pueden tener la impresión de que se tiende a reducir a experiencia toda la vida cristiana. Es evidente, sin embargo, que, en conjunto, los católicos comprometidos en la renovación, reconocen la dimensión doctrinal y la exigencia obediencial de la fe. Son conscientes de que puede ser debilitada tanto por la tiranía de la experiencia subjetiva, como por la de un dogmatismo abstracto o por un formalismo ritual. El progreso espiritual no se identifica para ellos con una sucesión de experiencias gozosas, sino que hay lugar, en el seno de la Renovación, para un caminar lleno de obscuridades y tanteos, tanto como para rutas de alegría e iluminación. La experiencia carismática conduce, por lo general, a una revalorización de los demás elementos fundamentales de la tradición cristiana: la oración litúrgica, la Sagrada Escritura, el Magisterio doctrinal y pastoral.
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NOTAS:
8. Nota en la Biblia de Jerusalén (Desclée, Bilbao) en Juan 1, 33. Cf. R. E. BROWNN, The Johannine Sacramentary Reconsidered. Theological Studies 23 (1962) pp. 197-199; F. M. BRAUN, Jean le théologien: sa théologie: le Mystère de Jésus-Christ. GabaIda (Paris 1966), pp. 86-87..
9. Cf. H. MÜHLEN.Etv, Die Firmung als sakramentale Zeichen der Heilsgeschichtlichen Selbstüberlieferung des Geistes Christi. Theologie und Glaube 57 (1967) p. 280.
10. Adversus Haereses III, 24, 1: PG 7, 966 (Sources Chrétiennes n° 34, p. 401).
11. Cf. J. KREMER, Begeisterung und Besonnenheit: Zur heutigen Berufung auf Pfingsten, Geisterfahrung und Charisma. Diakonia 5 (1974) p. 159.
12. Cf. A. P. MILNER, Theology of Confirmation (Theology Today, 26). Fides (Notre Dame 1971).
13. Cf. Adversus Haereses III, 24, 1: PG 7, 966 (Sources Chrétiennes n.9 34, p, 401); V, 6, 1: PG 7, 1136-8 (S.C. n.° 153, pp. 75-77); Démonstration de la prédication apostolique 99: PO 12, 730-1 (S.C. nº 62, p. 169); Adversus Marcionem V, 8 (Corpus Christianorum I, 685-688); L. CERFAUX, Le don de I'Esprit, en Le Chrétien dans la théologie paulienne. Du Cerf (Paris 1962), pp. 219-286; H. MÜHLEN, Der Beginn einer neuen Epoche der Geschichte des Glaubens. Theologie und Glaube 64(1.974) p. 28-45. Este último artículo aparece resumido en Selecciones de Teología 55 (1975) pp. 207-214.
14. Cf. K. McDONNEL, The Distinguishing Characteristics of the Charismatic-Pentecostal Spirituality, One in Christ 10 (1974) pp. 117-128.
15. Cf. D. MOLLAT, The Role of Experience in New Testament Teaching on Baptism and the Coming of the Spirit. One in Christ 10 (1974) pp. 129-147.
16. Cf. J. D. G. DUNN, Baptism in the Holy Spirit (Studies in Biblical Theology, Second Series, nº 15). Alec R. Allenson (Naperville 1970), pp. 124, 125, 132, 133, 138, 149 y 225.
17. Cf. G. EBELING, The Nature of Faith. Muhlenberg Press (Philadelphia 1961), p. 102.
18. 107. Cf. W. KASPER, Fe e Historia. Sígueme (Salamanca 1974), pp. 49-81, donde escribe sobre las posibilidades de la experiencia de Dios en la actualidad.
19. Cf. F. GRÉGOIRE, Note sur les termes «intuition» et «expérience». Revue Philosophique de Louvain 44 (1946) pp. 411-415. DE JESÚS, Vida y Obras de San Juan de la Cruz. BAC (Madrid 1946), pp. 260- 263; S
20. Cf. CRISÓGON ubida del Monte Carmelo, caps. 29-31 del libro II, pp. 667-675; GABRIEL DE SANTA MARÍA MAGDALENA, Visions and Revelations in the Spiritual Life, Newman Press (Westminster 1950), p. 66.
21. Es preciso evitar el separar un texto particular de san Pablo y elaborar a partir de él un concepto genérico de carisma. Es inaceptable colocar en una misma categoría el apóstol y el que habla en lenguas, aunque ellos tengan ciertas cualidades comunes. Para san Pablo, el apostolado no es un don espiritual entre otros, ni tampoco es el primero entre todos los dones, sino que es más bien la totalidad de estos dones: su conjunto se llama la misión. Aún más, el don de profecía, considerado como una función constitutiva de la Iglesia, no debe ser confundido con la profecía de la Iglesia postapostólica, aunque ellos tengan características comunes. Los profetas unidos a los apóstoles ejercen una función constitutiva (cf. Ef 2, 20), que más tarde los profetas no tendrán. Ellos eran también beneficiarios de las revelaciones (cf. Ef 3, 5), las cuales tienen relación con la estructura interna de la Iglesia. Esto no se dice tampoco de los profetas ulteriores. Cf. H. SCHÜRMANN, Los dones espirituales de la gracia. La Iglesia del Vaticano II. Dirig. por G. BARAÚNA, Juan Flors, (Barcelona 1966) vol. I, pp. 579-602. Esta posición de ningún modo puede identificarse con la que relega los carismas a la edad apostólica.
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